Apuntes tomados de muchos y compilados por la coincidencia.
Es tiempo de crecer y
superar etapas, de pararnos frente al espejo interior y desnudos ver nuestras
realidades… Es momento de navegar a nuestro interior y rescatar lo básico ya
que todos los escondites son sospechosos y nada nos protege de la duda… Crecer
en el sentido de no trasladar nuestra dificultad o irresponsabilidad de un
médico a un curandero, de un sacerdote o un adivinador, de un confesionario a
un diván, sin tratar de rastrear la libertad que tenemos en nuestras manos.
Cuando nacemos nuestra
relación con el mundo es instintiva, casi de inmediato nos condicionamos por
los afectos, tratando de influenciar el mundo con un llanto o una sonrisa, para
satisfacer nuestras necesidades básicas…
Sin embargo, uno puede
tener un buen día aunque su clima emocional permanezca deprimido y tener un
racimo de manías y fobias en buena convivencia con su sentido común. Sinfonías
de afectos a los que estamos obligados a escuchar pasivamente a menos que nos
volvamos conscientes de nuestras propias motivaciones inconscientes.
Lo que es evidente es que
los sentimientos y las emociones nos indican cómo nos están afectando las
cosas. Nos sentimos vivos, humanos, pues los sentimientos forman parte de ese
"ruido" que hacemos al compartir o comunicarnos.
Pero los sentimientos son
armas de doble filo; en un lado, la incipiente reacción emocional nos dice cómo
nos está afectando esa situación que vivimos; por otro, nuestros temores,
censuran aquellas manifestaciones si no son adecuadas. Aprendemos a trampear
emociones para no mostrar nuestra vulnerabilidad o nuestras verdaderas intenciones.
Desde aquí los sentimientos se convierten en una batería de estrategias. Y las
estrategias forman parte del bagaje humano desde el principio de los tiempos,
pues sentimos que con levantar el brazo no tenemos la fruta jugosa y que con
pedir amor no aparece necesariamente la persona amada. Algo hay que hacer, nos
dice nuestro ser más necesitado, camuflarse o llamar la atención, actuar a los
ojos de los demás o imponer nuestros deseos. Tantas veces lanzamos nuestros
mensajes emocionales a los cuatro vientos para conseguir algo de lo necesitado.
El gran problema
sobreviene no sólo con la mentira hacia el otro, sino con el autoengaño. Cuando
la estrategia va por encima de nuestra realidad, cuando los mecanismos de
defensa que en un momento fueron necesarios se han enquistados, o tal vez,
cuando nos duele aceptar la realidad o sentir la verdad, entonces nos hemos
liado en una madeja de estrategias sin sentido.
Y es que nos encontramos
ante un muro casi insalvable, la inconsciencia de la inconsciencia, algo así
como un espejismo alienado de lo que somos o una mentira con centenares de
raíces que sostienen nuestro inestable equilibrio o nuestra idea de
supervivencia. Lo más triste es ver que no nos damos cuenta de nuestros
engaños.
Tal vez tengamos la marca
de la escisión desde nuestro nacimiento y cuando nuestro cuerpo va en una
dirección, nuestra cabeza se enfoca en otra bien diferente. A veces queremos la
felicidad a través del sufrimiento como si el dolor fuera el pago inevitable
para ser reconocidos y amados; otras, convenimos en vivir la vida a través de
los libros o de las ficciones filmadas; y otras, queremos cambiar el mundo
cuando lo que necesitamos es cambiar nuestra visión sobre él. Estamos plagados
de paradojas insolubles y de absurdos como el de olvidarse de sí mismo para no
enfrentarse con los propios problemas; o el de volverse un producto excitante y
apetecible para rescatar las migajas de aquello que pensamos que es el amor.
Cuando damos un primer
paso en la oscuridad hacia ese Ser que somos y que anhelamos tantas veces no
vemos nada aunque lo tengamos delante de nuestras narices pues el que busca es
el ego con sus fantasías, sueños e idealizaciones. El ego sólo se reconoce en
sus ínfulas de poder y es por eso que el ser interior silencioso pasa
desapercibido. El yo interior no es todopoderoso ni tiene la respuesta precisa
en el preciso instante…
La parte neurótica de
nuestra personalidad o de nuestro carácter se empeña en que la vida tenga
grandes dosis de seguridad, de placer, éxito, deseo y reconocimiento. Pero a la
vuelta de la esquina nos vemos abocados a vivir la otra cara de la realidad
donde también hay inseguridad, dolor, fracaso y vacío. Todo esto sin la
confianza en que detrás del error hay otras puertas alternativas que se abren a
nuestra acción, y que tras la soledad uno encuentra una relación más atemperada
con la vida. No nos damos cuenta que la enfermedad aguda es una fantástica
crisis depurativa y que la conciencia de la finitud y de la muerte son las
mejores aliadas para cuestionar las dependencias que nos hemos impuesto.
En esta de conciencia de
nuestra inconsciencia encontramos los mecanismos básicos de huida de la
realidad, de la ansiedad ante la carencia amorosa y de la inseguridad ante la
incertidumbre del mundo.
querer ser más de lo que somos
ser menos
y no querer ser
Es posible que la avidez
de ser sea una reacción temprana a no sentirse visto y reconocido en lo
profundo. También encontramos un ego inflado que dejando atrás sus carencias se
ha convertido en un semidios donde la humildad es un mero cuento para débiles
de espíritu.
Pero también pecamos por
ser menos de lo que realmente somos. Uno se vuelve pequeño y más pequeño hasta
quedar aplastado entre su interioridad inmensamente desconocida y el mundo
inmensamente terrorífico. La tremenda angustia de vivir apenas se puede mitigar
sumergido entre consignas y justificaciones, desde la crítica o la represión.
Y no querer ser, si uno
encuentra la fácil solución de comerse los problemas para dormir bien, la de
crear una piel bien gruesa para no enterarse o la de meter la cabeza bajo el
suelo como hacen las avestruces para olvidar las evidencias entonces
comprenderemos esa apatía psicológica que dificulta mirar hacia dentro y
reflexionar acerca de lo que estamos viviendo.
Una de las preguntas
básicas que abren las puertas al crecimiento personal o al camino espiritual es
acerca del Yo y de lo que uno es. Habitualmente uno no se pregunta ¿quién soy
yo? pero en momentos de crisis o de cambio, en momentos de mayor sensibilidad o
ante los reveses del destino aparece una seria duda sobre lo que somos o sobre
lo que hacemos en este mundo. Al abordar esta pregunta conscientemente
tendríamos que matizar pues de lo que se trata es de ver qué hay de uno en lo
que uno cree que es, pues no siempre coincide la percepción de uno mismo con lo
que realmente somos. Y es que hay una evidencia para todos, la separación entre
el sentimiento profundo de lo que uno es y la representación de ese
sentimiento.
A veces el término Yo se
utiliza desde diferentes ámbitos de forma muy diferente, y la palabra ego
utilizada desde el psicoanálisis o la psicología también tiene diferentes
interpretaciones. Casi es mejor utilizar, para el caso que nos ocupa, el
término de carácter, o ser muy precavidos al hablar de yo, de ego.
Entonces, ¿es nuestro
carácter lo que realmente somos?. El vocablo griego charaxo significa lo que
está grabado, condicionado (lo que permanece constante en una persona). Y lo
que está grabado es lo que ha grabado el mundo, nuestros padres, nuestras
identificaciones. Si en realidad venimos a este mundo con una esencia, con una
impronta tal vez sospechemos que no debe de estar propiamente en el carácter.
El concepto de
personalidad es mucho más claro. Personalidad viene de persona, vocablo latino
que quiere decir máscara. Y ya sabemos que toda máscara esconde un rostro
original. En el teatro griego las máscaras eran muy apreciadas porque hacían
dos funciones principales. Una, la de amplificar la voz pues la máscara era una
caja de resonancia. Otra, la de dar forma definida a la expresión para que los
espectadores lejanos pudieran captar esa expresión. Por supuesto que cuando se
acababa la función las máscaras se dejaban en el baúl hasta la próxima función.
Esta imagen es muy útil
para entender la diferencia entre la personalidad y la esencia. La
personalidad, y por extensión el ego, es la que da forma a la expresión del
ser, que amplifica su expresión, que la ajusta al mundo. Pero está claro que
esa forma no es propiamente lo que somos, aunque habríamos de decir también que
la forma es un reflejo, o recuerda a la esencia.
Esto lo podemos entender
con una imagen astrológica y astronómica. En el ascendente el sol y la luna
aparecen más grandes. No es que estén más cerca pero el ojo recrea un efecto
visual pues la referencia del horizonte hace que en la mente se vea más grande
que en el cenit. En todo caso es un imagen ilusoria. Cuando el sol o la luna
cruzan el horizonte parecen que estuvieran diciendo ¡Ey! Que estoy aquí,
miradme! Esta imagen ilusoria, esta llamada de atención es la personalidad, y
el impulso es el Ser, el ser que somos se entiende. El problema está en la
confusión entre esos dos planos que deben estar interrelacionados.
Si esa forma que
estructura es frágil o inadecuada sufrirá porque le aplastará el mundo, pero si
hay demasiada estructura, demasiada defensa conquistará el mundo pero aplastará
lo sutil y el alma se secará. No habrá oídos para el mundo interno sólo para
los reclamos externos. En ese equilibrio nos movemos todavía de adultos.
Si bien ese carácter fue
una defensa en su momento ante la carencia, la falta de reconocimiento y de
amor, más tarde se vuelve en contra nuestro.
En realidad todo esto es
mucho más complejo pues no hay un sólo Yo, sino muchos. Distintas personalidades
en un solo cuerpo. Muchos complejos que son personalidades parciales, que
parecen tener su propia vida (de golpe sale el intolerante como el
apaciguador).
El Yo que conocemos no es
más que otra personalidad, pero la que tiene más continuidad, la que se muestra
más estable, pero también la personalidad más tirana. Así, detrás de un ego
inflado en realidad existe una carencia, detrás de una prepotencia intuimos que
hay una larvada impotencia.
Tendríamos que percibir
el carácter como un sedimento con múltiples capas de vivencia, carencias,
fijaciones, deseos, compensanciones, etc. Por eso decimos que la autoidentidad
es una síntesis de muchas cosas. Lo que uno cree que es, es la suma tanto de la
visión que uno tiene de sí mismo como de la visión de los otros sobre nosotros.
Ahora bien, los pecados,
como bien sabemos, se retroalimentan. La misma acidia que nos dificulta
encontrar lo esencial en nosotros (no-ser) nos priva de una base sólida desde
la que enfrentar el mundo, lo que nos lleva a la duda (ser-menos). Las dudas y
el miedo pueblan de fantasmas nuestro mundo interno y nos sentimos más seguros
actuando desde roles prestados y artificiales (ser-más), que a su vez, al
actuar con una falsa personalidad nos alejan de aquella capacidad natural de
mirar hacia dentro.
Pero siempre nos queda
una alternativa, la de invertir el proceso neurótico y recuperar nuestro
centro, que precisamente no está más arriba ni más abajo, sino en su centro,
con su esencia, en su medida, con su propio ritmo.
Sanar las emociones pasa,
en primer lugar, por reconocerlas, por desenmascarar las triquiñuelas del ego.
En segundo, por volverse meditativo en el vivir para que la inercia no nos
pueda, y encontrar, por fin, la virtud que todo pecado tiene comprimida.
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